Ritos parisinos
Pero París no pide tanto para disfrutarla. Basta, sin dudas, con despertar temprano y salir a recorrerla como a una amante dormida. Pasar por una panadería, elegir un pain au chocolate o un croissant recién horneado y desayunar con un buen café mientras otros corren a sus asuntos.
Basta con guardar el mapa en el bolsillo y animarse a perderse por cualquiera de sus barrios. Y terminar, por ejemplo, vagando por las calles estrechas de la isla Saint Louis, entre sus viejas y altas casas. O en un aromático negocio de hierbas de Provence, nacidas en el sur de Francia.
Basta con sentarse en uno de los últimos bancos de la iglesia de Saint Germain des Pres, la más vieja de París, y escuchar misa en francés, coronada por un magnífico órgano. O con trepar 422 escalones para observar muy cerca el rostro de las gárgolas que vigilan la ciudad desde la cumbre de la catedral de Notre Dame.
Basta con derrumbarse a descansar en un banco frente a las fuentes de los jardines de Tullerías, donde los niños juegan con sus botes de madera. O abandonarse en una mesa del Café La Closerie des Lilas, en Montparnasse, donde aún perdura el espíritu de Hemingway, Modigliani, Picasso, Wilde...
Vagar sin prisas ni rumbo por París depara sorpresas que, cada uno, debe salir a encontrar. Para empezar, se puede caminar por el empedrado de la encantadora rue Montorgueil y comprar frutas, unos macarons para endulzar la mañana o un té orgánico para llevar de regalo a alguien querido.
Un día perfecto en París es ese en el que no hay que llegar a ningún lugar en particular. Un amante de la música encontrará en su andar una casa de armónicas; el lector se enredará sin querer en las mesas de Shakespeare and Company; el sibarita arderá ante los mercados callejeros o los escaparates de una patisserie; la fashionista se inspirará en las tiendas de alta moda y el amante del arte suspirará ante la sutileza de las bailarinas de Degas, en el museo de Orsay. Y todos, absolutamente todos, se prometerán a sí mismos volver, una vez más, a la bella París.
Las opciones de vagabundeo son infinitas. Un libro, un sandwich de salmón y queso brie, un sillón en los Jardines de Luxemburgo pueden crear un cóctel ideal para un mediodía de sol. Detenerse a escuchar sin prisa a músicos callejeros frente a la Opera, un gran placer. Y al final del día, al volver con los pies cansados del peregrino satisfecho, una botella de bordeaux, camembert, una baguette y almendras saladas, la fórmula de un festín inolvidable.
París no defrauda nunca. Pero, olvidados de la cámara fotográfica y despojados de los ritos turísticos, la bella muestra su faz más entrañable e inolvidable. Porque siempre está esperando, antigua y renacida, con sus secretos y escondrijos listos para ser conquistados.
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